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Desprendimiento y Amor

Por: Ivelisse Agostini

En días recientes hablaba con la esposa de un experto de la conducta humana que me decía, “yo mejor que nadie sé que en todas las relaciones se pueden dar situaciones contenciosas que, en la mayoría de los casos, tienen solución cuando hay voluntad”. Me quedo con aquello de “cuando hay voluntad” y añado, desprendimiento.

Cada cual carga en su “equipaje” experiencias de vida que lo hacen más o menos hábil para negociar en casos de conflictos o desacuerdos. Sin embargo, para que haya solución, tiene que haber buena voluntad e interés de todos los involucrados. Tristemente, entre la infinidad de relaciones humanas donde surgen conflictos, el efecto mayor se ve en las familias, algo que además de ser causa de mucho sufrimiento, socava los cimientos sobre los cuales se sostiene nuestra sociedad.  Y, es que si malo es tener desacuerdos, peor es que no haya voluntad para negociar, en muchos casos por actitudes que pueden ir disfrazadas de mil maneras, pero sobre las cuales danza el manto del egoísmo.

Somos egoístas cuando solo pensamos en nuestro bienestar, en nuestras necesidades y prioridades; cuando justificamos nuestros errores sin asumir responsabilidad sobre los daños colaterales que nuestras decisiones provocan en los demás. También lo somos, cuando gozamos recibiendo y apenas damos; cuando pensamos que los errores siempre son de otros.  Pensar que el bienestar común depende de lo que escogemos y de nuestras decisiones y decidir por nosotros y nuestro entorno sin considerar lo que desean los demás, es otra forma de egoísmo. Curiosamente, parecería que cuando se intenta controlar todo, se obtienen mayores beneficios y que se tiene la “sartén y el mango”, pero lamentablemente y cuasi de repente el entorno cambia, nosotros mismos lo hacemos… maduramos y nos vemos deseando lo que un día no valoramos.

Por el contrario, el desprendimiento, aunque es más utilizado para hablar acerca del valor de las cosas, aplicado a nuestra calidad humana,  es una virtud que nos enseña a valorar a las demás personas, sus opiniones, gustos y deseos; a aceptarlas como son. Se trata de entender que la convivencia con otro requiere compartir los buenos y malos momentos, que tiene que haber cooperación mutua y voluntad para negociar: que hay que saber dar, no solo recibir; que hay que perdonar y siempre valorar más lo positivo que lo negativo en el otro. El desprendimiento es enemigo de la manipulación que, con propósito o sin él, tiene como efecto llevar al limite a una persona, para luego hacerlo sentir culpable.

En el caso particular de las familias, cuando el egoísmo y otras situaciones fuera de control “se meten” en la relación matrimonial, provoca que una de las partes no se sienta valorada y comienza a luchar por ser considerada. Así surgen las discusiones, que en momentos de mayor tensión se convierten en ofensas verbales, lastimándose uno y otro, turnándose entre ser víctima y victimario.  Si esto ocurre con frecuencia, la pareja puede llegar a separarse emocional y hasta físicamente, aun viviendo bajo un mismo techo. Les une la desilusión, la soledad y la angustia; la culpa es huérfana y nunca hay vencedores. Atrás quedaron el afecto, la ternura, los detalles y la consideración al otro; solo se siguen hurgando las heridas y se empodera el empeño de valorar más las ofensas que todo lo bueno que antes compartieron. En el mejor de los casos, se busca ayuda, pero nuevamente, solo si hay transparencia y verdadero desprendimiento de ambas partes, se  conseguirán resultados, logrando acuerdos, compromisos y la validación de estos.

Lo anterior puede ser bastante común en muchos matrimonios y, por supuesto, no es saludable para nadie. Sin embargo, si existe el amor, aun conservando su dignidad personal, es posible negociar. Para ello, ambas partes deben tener la voluntad de aceptar sus errores con humildad y esmerarse en cambiar aquellas cosas que molestan y lastiman al otro. Deben descubrir puntos de encuentro y alternativas para manejar la relación de forma saludable, incluyendo el bienestar de cualquier otro miembro del núcleo que les une, como es el caso de los hijos que necesitan el amor y el apoyo de ambos. El asunto es que ambos deben ser desprendidos para que uno y otro se sienta nuevamente amado. De hecho, a mi corta edad, he visto reconciliaciones que creía imposibles y he escuchado personas que, habiéndose quedado solas o volviendo a casarse, me han comentado que el tiempo les ha mostrado que hubiera sido mejor perdonar y negociar, cuando ven al otro feliz y a ellos mismos amargados. Cuando no hay perdón ni voluntad para negociar y alguno decide separarse, lo ideal es que se logre un “acuerdo mutuo”, que curiosamente requiere negociación, pero en este caso obligados por la corte.

No puedo evitar recordar la lectura que se hace en muchas bodas religiosas sobre el amor, que es parte de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios. Repasarla nos hace comprender que no todo lo hemos hecho bien y que hay algo en lo que fallamos, que debemos cambiar. Muy probablemente se trate de aprender a ser desprendidos o a dejar de pensar solo en nuestro bienestar.

Al final, creo firmemente que vinimos a este mundo a aprender sobre el amor a Dios, a uno mismo y a los demás. En el proceso, habremos de cometer errores, pero cuando hay amor, éste se impone, evitando que haya ganadores y perdedores.


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